EL PAGAFANTAS

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Creeréis, chavales, que lo de ser un Pagafantas es un fenómeno actual . Si bien es cierto que en mis tiempos mozos se usaban otras denominaciones, existíamos igualmente.

Y era duro… pues el Bullying tampoco tenía ese nombre, pero el puteo al que se nos sometía a los pardillos de la época superaba con creces lo que ahora intentan magnificar ciertos programas de tele-realidad.

Afortunadamente conseguí escapar honrosamente  de ello, pese a tener todas las papeletas para que también a mí me hubiese tocado. Tal vez por haber tenido la suficiente capacidad de análisis como  para anticiparme y  darme cuenta de que los que más habitualmente lo sufrían eran los que (por su personalidad) se aislaban y no gozaban de una red de apoyo en la que cobijarse, ser miembros de un enjambre… o más bien de  (pese a la indeseable  connotación que ha adquirido recientemente la palabra)  Una manada.

Quizás mi manada no era la que yo hubiese deseado, la que hubiese escogido libremente, pues  el  idealizar a tus compañeros de fatigas derriba  demasiados avatares en esa especie de  tablero social de un  “Quien es Quien” que son  las relaciones personales.

Los adolescentes son seres complicados, y si eres muy selectivo con una idealizada  lista de afinidades es cuando acabas solo y aislado.

Tal vez estaría más integrado en el típico grupo de “Nerds” de las series americanas pero era precisamente uno de los  estereotipos que deberías evitar si no quieres ser presa fácil del “trolleo”, y en un pueblo pequeño (como en el que yo vivía), esta agrupación de frikis  nunca alcanzaría el tamaño siquiera de un  ”grupúsculo” que te pudiese dar algún tipo cobijo seguro.

Así que me hice azarosamente un hueco en el equipo de balonmano del pueblo, donde pese a no tener las  mejores aptitudes deportivas  posibles, conseguí  pasar desapercibido y finalmente integrado.

Eran bastante brutos, no compartían casi ninguna de mis preferencias tanto intelectuales como, por ejemplo,  musicales. Bebían, algunos fumaban y tenían un descaro en su aproximación al sexo opuesto  que me admiraba. Sin embargo estar con ellos me ayudaba a entender los rasgos de comportamiento de personas diferentes sin tener que renunciar por completo a mi propia personalidad.

El precio a pagar existía, obviamente. Cierta renuncia es necesaria, al menos durante los periodos que estábamos juntos. Los vaciles eran constantes, pero te acabas dando cuenta que (dentro de un grupo con suficiente confianza) acaba por ser una de las partes más relevantes de la diversión. Te enseñan a encajar y, después, las puñaladas que te lanzan desde afuera no solo te afectarán mucho menos, si no que podrán incluso  volverse rebotadas contra el lanzador de cuchillos.

Esa pandilla te provee del respaldo suficiente para que una persona introvertida ya no sea víctima fácil de esos acosadores, siendo estos (por otro lado) pobres diablos inseguros que intentan reafirmar su frágil personalidad humillando a presas, a sus ojos, vulnerables.

¡Pues ahí estaba yo! Como una gacela mimetizada en una manada de ñus a resguardo de las hienas, siendo esta adaptación capaz de autoconvencerme en poco tiempo que, como Mowgli en el libro de la selva, era un lobo más, un ñu más.

Pero, ¿qué hacía de mí un Pagafantas, diréis? No es fácil definirlo, pues siempre obedece a un sumatorio de factores. Nunca será por uno aislado con el que te ganes la etiqueta.

Si solo tienes una de esas “taritas”, hasta puede llegar a hacer de ti un tío interesante, un excéntrico que te dé ese aire de diferente que busca conscientemente  la mayoría de los adolescentes.

Volviendo la vista atrás, tenía muchos de los ingredientes necesarios  para la receta de elaboración de un Pagafanta, por ejemplo:

-Nunca decía tacos. Un lenguaje comedidamente irreverente  puede ser bastante integrador, pues te hace más expresivo. Evitaba el lenguaje soez, pero el simple hecho de utilizar palabras como esa ya te encasillaba.

– Sacaba buenas notas, pareciendo a ojos ajenos más  a costa  del esfuerzo que de la inteligencia. Un tío estudioso, vamos, un poco respetable “chapón” al uso.

– Mi nombre es  Lorenzo, como mi padrino, tradición familiar que sea este quien lo escoja. Era un  nombre poco común y para mi suerte carecía de rima fácil, pero un homónimo apellidado Lamas, galán “culebronero” de la época, hicieron de mí “El rey de las camas” pero sin el disfrute del apodo.

– Era catequista, y monaguillo. Tocaba la guitarra en la misa y hacía excursiones y misiones  con los curas. Había dicho que un único factor no te convertía en pagafantas pero este paquete por si solo podría ser  suficiente.

– No me gustaba el heavy, ni el punk, del rock sobre todo las baladas y era muy de cantautores: Sabina, Javier Álvarez, Silvio y de Sting  (con y sin Police). Nada de eso era musicalmente popular, y aunque a mucha gente le gustaba no era estilo del que poder hacer bandera si pretendías ser un “molón”

– Hacía Teatro como asignatura optativa mientras todos los chicos habían elegido informática y  para mi desgracia había ganado un concurso de poesía del Instituto. Un premio de esos te ponía directamente una diana en el pecho.

-El lazo del paquete era mi nula capacidad de intimar con las chicas. Tenía un montón de amigas con las que tenía el otro tipo  intimidad y, aunque estaba seguro de  que alguna quería algo más que amistad conmigo, varios factores me impedían dar el  e último paso, casi imprescindible con las mozas de esa época. El principal: estaba locamente enamorado de Patricia, siendo completamente incapaz de decírselo por no estropear mi amistad con ella en el caso de no ser correspondido.

El haber tomado plena consciencia de esto fue un punto de inflexión en mi vida. Saber que nunca sería capaz de dar el primer paso con ella y entender que  los amores platónicos eran una carretera sin salida.

Decidí desenamorarme de Patricia. ¡Desenamorarse! Efectivamente, como si tal cosa fuese posible de una manera consciente.

Uno de los amigos del balonmano nos contaba que cuando quería que alguien le dejase de gustar se la imaginaba en el water: haciendo fuerza, y toda roja…Parecía un método eficiente (a la par que escatológico) pero breves tentativas  con este proceso me resultaban  ridículas con alguien a quien pretendía seguir estimando y teniendo en mi vida. Parece mucho más sencillo cuando te han hecho daño, pasar del amor al odio buscando un motivo de peso (como por ejemplo las infidelidades) pues los traumas y el dolor son fantásticos catalizadores para ello.

Yo no quería nada de eso por lo que  la estrategia de “Un clavo saca otro clavo”  parecía más acorde a mis expectativas. Buscar alguien que simplemente me gustase y que el amor llegase luego. Un plan sencillo, pero obviamente mal calculado. Muy probablemente  acabaría entablando amistad con la susodicha y llegado el momento de dar el “hachazo” me volvería a pasar lo  de siempre por miedo a estropearla.

Debería ser alguien con quien tuviese poca relación y que previamente se mostrase receptiva. Aunque en mi caso si existía un radar para captar esas señales nunca había funcionado hasta la fecha.

Mi decisión de no estar obcecado con Patricia tuvo el mismo efecto que sacarle a un burro las anteojeras. Se había abierto mi campo visual pero continuaba siendo un burro. Para mayor desgracia el jumento  no tenía ahora  un objetivo claro, pues esas señales de receptividad que buscaba sumadas a una cierta atracción física no aparecían cuando empecé a mirar también  a los lados.

Hasta que pareció Irene. Una chavala con la que no había cruzado ni cuatro palabras en los tres años anteriores en el instituto ya que nunca habíamos coincidido en clases y venía de un colegio diferente al mío. Un día que llegué temprano y nos cruzamos por el pasillo, me saludó:

— ¡Hola, Lorenzo! ¿Qué tal? — me dijo mirándome a los ojos y  sonriendo mientras caminábamos en direcciones opuestas.

¡La señal! Ese simple gesto me hizo fijarme en una persona que había pasado completamente inadvertida para mí hasta entonces. Un saludo amable, una mirada de cierta complicidad y el hecho de que me tratase por mi nombre, que denotase que me conocía cuando yo no hubiese sido  capaz de asegurar cual era el suyo.

Tenía unos ojos muy bonitos y, aunque su físico no encajaba en mis patrones corporales de belleza, ese era uno de los aspectos que por sí solos me resultaban más atractivos. Un color difícil de definir, un tono miel con  destellos verdes que los hacía muy particulares, con unas largas pestañas que resaltaban su mirada.

Ese primer acercamiento consiguió abrir la espita de lo que serían conversaciones casi diarias antes de la entrada a clase por las mañanas. Los dos solíamos llegar temprano y esos veinte minutos de charla de contenido  intrascendente  se hicieron buscados y  cotidianos,  haciéndome  creer que el interés mutuo era indudable.

El primer objetivo estaba conseguido, había dejado de pensar en Patricia de forma compulsiva y, aunque no lo hacía premeditadamente, nos había distanciado un poco.  Ella, incrédula,  observaba la jugada. Sabía que me había tenido años auténticamente a sus a sus pies y de repente algo había cambiado. Si esperaba pasivamente una decisión  por mi parte, o simplemente fue la simple caída de  esa elevación del ego que te da el saberte objeto de  tamaño nivel de  devoción, era algo que nunca llegaré a saber pero que la tenía perpleja y yo diría que incluso defraudada. Una infidelidad ficticia, unos cuernos que no lo eran.

El problema ahora era dar el salto y lanzarme con Irene. No tenía ni idea de cómo hacerlo. La noche siempre ha sido propicia para eso pero a mí no me dejaban salir  por aquel entonces. Por eso decidí sacar lo que un Pagafantas  considera como artillería. Morteros del cortejo diurno. Ella sabía lo  del premio en el concurso de poesía y me dejó caer que le había gustado, así que me puse a escribirle cosas. Las primeras de temas más impersonales pero pronto estuvieron dirigidas a ella y a nuestra relación de una forma velada pero inequívoca.

Me decía que le encantaban y “¡Qué afortunada será la persona a la que un día le dediques estas cosas tan bonitas!”. Como si no supiese quien era la inspiradora.

Irene no era el tipo de chica con las que yo me había  relacionado antes y  tenía hábitos que no me gustaban, como por ejemplo que fumaba, pero con que con el encoñamiento lo  había minimizado  enseguida.  También  salía por las noches y  había tenido ya varios rollos con algunos chavales más mayores aunque no novios  conocidos. Eso no jugaba en absoluto  a mi favor. Parecía que le iban los malotes, gente muchísimo más curtida y decidida que yo. Una chica de 17 años con ese perfil no iba querer estar con un chaval de su misma edad y con el mío.

Estas dudas, y que de  día y en clase no me veía capaz de dar el paso, favorecieron que el año fuese pasando y llegase el fin de curso previo a la selectividad. Tocaba estudiar, pero la verdad es que no estaba nada centrado en ello.

Con las clases ya acabadas había una cena de fin de curso y después, al fin, podría salir un rato. Este sería mi momento.

En la cena me senté con los del balonmano. El ambiente  estaba  distendido y divertido, para la mayoría de nosotros estos encuentros eran bastante novedosos y muchos querían aprovecharlo de la mejor manera posible.

Clásico menú de un mesón barato, de esos que escoges para que acudan a estas reuniones el mayor número de personas posibles sin el impedimento del precio. Entremeses variados, churrasco, postre y se pidieron jarras de cerveza para las mesas. A  mí no me gustaba  su amargor, no me resultaba agradable ni me saciaba la sed, así que para mí pedí un “Nestea” con su vacile correspondiente. Durante la cena no le sacaba a Irene el ojo de encima, aunque intentase disimular y hacerme el interesante con los de  los colegas, mostrándome indiferente a lo que no fuesen las risas del grupo. En un fortuito  cruce de miradas en ese contexto ella  me guiñó un ojo. No pude mantener la mirada y creo que me ruboricé, por lo que al volver a alzarla pude comprobar que provocó su risa.

Ella también intuía lo que iba a pasar ese día y me estaba allanando el camino, interpreté.

Al salir de cenar nos fuimos caminando hacia los bares de copas que estaban a unos 15 minutos, a  ese ritmo de procesión de Semana Santa  que llevan estas anárquicas bandadas nocturnas.

De camino se me acercó Patricia y se enhebró a mi brazo mientras avanzábamos  hacia los pubs.  Hacía solo tres meses hubiese dado gustoso el mio derecho por simplemente pasear con ella posando la mano sobre su hombro pero ahora esto me parecía un contratiempo. ¡ Era un contratiempo!.

Me empezó a preguntar cómo  estaba, cómo llevaba el estudio para la selectividad, si ya sabía qué carrera estudiar… Estaba claro que alguien de letras como ella conocía al dedillo la obra de Lope de Vega y  era ,en ese momento, ese perro que no tenía  intención alguna de comer y únicamente de no dejar hacerlo.

Obviamente continué la  conversación con ella. No me podía librar alegremente de una de las personas que más apreciaba, pero sin perder de vista los movimientos de Irene, que podía observar como se acercaba con frecuencia a la barra del bar al que entramos todo el grupo y bebía con bastante diligencia lo que parecía Vodka con limón.

Le dije a Patricia que si quería tomar algo, que yo iba a pedir  y aproveché su negativa y que se quedó con otra amiga,  para acercarme a la barra cerca del campo visual de Irene.

¿Qué pedir? Seria disyuntiva para un Pagafantas en esta situación. Otro Nestea sería rematar el puteo de la cena , pero  el sabor del alcohol no me resultaba demasiado agradable. La decisión equilibrada me pareció en ese momento  un Malibú con piña. Sí, ¡un Malibú con piña! Algo con alcohol pero con un sabor dulzón y fácil de beber que, sin saberlo, me dejaba en mucho peor lugar que una siempre dignísima agua mineral.

Ya con esa seguridad que te aporta tener el  combinado en una  mano y no llevar ambas libres intenté acercarme a la zona donde se encontraba Irene de una forma que pareciese disimulada, moviéndome al ritmo de un premonitorio “ Are you gonna be my girl” de los  “Jet” y saludando a los que me iba encontrando a mi paso.

Mis escasas habilidades para el baile y la tensión del momento probablemente transmitiesen la apariencia de un cabezudo en los pasacalles de las fiestas del pueblo, acompañado a su vez de una súbita sudoresis que noté deslizarse por mis axilas y que casi consigue hacerme abortar la aproximación.

Al llegar  junto al grupo en el que se encontraba, al fondo del bar con sus amigas, pasé de largo y entré en el baño  a echarme agua en la cara y así poder salir  como si el motivo de mi paso por esa zona no fuese otro que la  visita a los urinarios .

Al salir pasé por su lado y le solté la única frase que se me ocurrió  emplear en aquel momento:

—¿Qué tal?

—¡Bien, Lorenzo! ¿Dónde has estado metido toda la noche?

—Por aquí, hablando con estos.

—Y conmigo, ¿no querías hablar entonces? Ya llevaba un rato esperando a que  vinieses a saludarme y nada.

—Ehhh… —balbuceé — ¡Claro que quería!

Se me estaban rompiendo los esquemas de un plan inexistente, pero que desde luego no  pasaba por que ella tomase la iniciativa.

Irene me llevaba al menos 3 vodkas de ventaja más todo  lo que hubiese bebido en la cena. Tenía unos ojos que brillaban como las largas sobre los de  un conejo en un cambio de rasante y unos párpados “a media asta” mientras hablaba,  indicios de que el alcohol le había hecho algún efecto. Estaba claramente en una actitud  más desinhibida  que la de la persona con la que hablaba habitualmente en el instituto.

Cuando estaba punto de  musitar cualquier argumento para continuar  la conversación puso una mano en mi nuca para que se igualasen nuestras alturas y se acercó a mi oído diciendo.

—Hace algún tiempo que quería decirte algo. Aquí hay mucho ruido, vamos hasta el soto y allí podemos hablar con más calma.

El soto era una robleda junto al pabellón de deportes y a escasos 100m. de la zona de los pubs donde nos encontrábamos. Esta ubicación y la ausencia de luz  hacían que fuese el lugar elegido por las parejas de jóvenes  que, en sus primeros escarceos amorosos, buscaban una cierta intimidad.

Todo estaba yendo mucho mejor de lo que me hubiese imaginado, sin esta iniciativa tomada por su parte dudo que hubiese sido capaz de llegar hasta este mismo punto.  De una forma disimulada, y por separado, nos dirigimos hacia el exterior del bar. Un “Today is gonna be the day….”  tarareado por  Lian Galagher  parecía animarme a salir y aplacar mis nervios al ver como  parte de los miembros de  la Manada se había percatado de la jugada y “gorileaban” jaleando mi salida.

Cuando llevábamos unos veinte metros por separado ella aflojó la marcha para que nos pusiésemos a la par. Valoré si un “Parece que refresca“ era capaz de mejorar el silencio que mantuvimos  hasta que, tras adentrarnos entre los árboles, ella señaló la base de un roble separado de otras parejas que por allí se encontraban, y dijo:

—Bien. Aquí, ¿no?

Asentí con la cabeza y ambos nos sentamos tras limpiar un poco de hojas el suelo.

Un silencio unos eternos 20 segundos  hizo que ella tomase la iniciativa para empezar a hablar. Al final ella era la que había pedido para venir hasta aquí y jugaba con el vodka a su favor.

— ¿Sabes por qué te he pedido para venir hasta aquí, Lorenzo?

—No sé… Supongo que para que charlemos más cómodos, ¿no? Allí no había manera —respondí haciéndome  el despistado.

— ¡Claro! Tengo algunas cosas que decirte y allí era imposible. Además prefería que estuviésemos a solas para esto.

—Sí, yo también —dije cogiendo su mano en un arresto de valor por iniciar un primer contacto físico.

—Me he dado cuenta desde hace algún tiempo que quieres conmigo algo más que amistad. Me buscas al salir de clase, esos poemas que escribes….

—Vaya…Pues no sé por qué lo dices —dije sonriendo, mirándole a los ojos y rozando la otra mano sobre su mejilla, de la forma que los ejemplos cinematográficos me habían mostrado en incontables ejemplos que debía hacer.

El momento de que nos besásemos se aproximaba.

—No, es exactamente eso. No quiero que te pienses lo que no es —dijo desviando su mirada hacia otro punto y separando su cara  de mi mano—. Eres un tío espectacular —continuó —, amable, inteligente, educado… El yerno  que toda madre querría para su hija pero no el que quiere esta hija  en este momento de su vida.

—Pero…

No sabía qué decir, se me había venido el mundo encima.

—Seguro que hay cientos de chicas que se sentirían  afortunadas de estar con alguien como tú pero yo ahora mismo no busco el tipo de relación que tú puedes ofrecerme. Es evidente que  lo que quieres es una novia, una relación en serio, y yo con 17 años no es lo que busco ahora mismo. No quiero atarme a nadie…

Continué escuchándola en silencio y bajando la mirada.

—Mira, tú te vas a ir a Santiago  el  año que viene, yo probablemente me vaya a Salamanca. Vamos a vernos muy poco de ahora en adelante. Vamos a conocer a mucha otra gente, es mejor no empezar nada que no vayamos a continuar. Seguro que no es lo que tú quieres…

— ¿Cómo sabes lo que yo quiero?

— ¡Lo sé! Creo que te conozco ya suficientemente bien.

Mantuve un corto silencio  de complacencia, respiré hondo, volví a alzar la cabeza y a sujetar nuevamente su mano para decirle:

—Tienes razón, aunque ahora mismo me cueste reconocerlo, de alguna forma debo agradecerte lo que estás haciendo, que seas honesta conmigo y que incluso hayas tomado la iniciativa de decírmelo y cortar esto antes de que la bola de nieve se hubiese hecho demasiado grande. Otra persona  seguramente estuviese pasiva haciéndose “el avión” prolongando esto mucho más tiempo.  Perdóname si te he incordiado estos meses al haberme creído lo que no era. He sido un gilipollas, no volveré a molestarte.

—No digas eso, Lorenzo, aún me haces sentir peor. Nunca me has molestado. Me encanta estar contigo, pero no de la manera que tú quieres. Aunque suene al peor de  los tópicos podemos seguir  siendo amigos.

Estaba nuevamente en la “Friendzone”, hábitat habitual de un pagafantas, pero no podía más que resignarme. Irene me caía bien, era una tía divertida y aunque el trance fuese más duro para mí sin alejarme de ella, se merecía que yo lo aguantase a su lado si ella así lo quería.

— ¡No! De verdad, perdóname y gracias por todo, Irene.

— ¿Gracias por qué?

—Por todo, por esto.

— ¡Mierda, Lorenzo! ¡Qué difícil me lo pones!

— ¡Perdón!

— ¡No me pidas más perdón encima, por favor!

—Tienes razón,  dame dos besos y volvámonos para allá con el resto de la gente.

Me incliné para darle un beso en la mejilla, despacio, sonoro, con bastante sentimiento. Cuando  separé la cara para darle el correspondiente del lado contrario y mis labios pasaron delante de los suyos me besó en ellos. Un “pico” sorpresivo para mí al que, tras mirarme a los ojos, siguió un segundo y otro más. Ella, ya con los ojos cerrados, sujetaba  con sus dos manos mi cabeza. Abría sus labios de forma más ostensible sobre los míos, me estaba besando de una forma apasionada. Mi primer beso, desde luego este no era un beso de amigos.

Mi sorpresa era mayúscula después de la conversación de hacía dos minutos, tanto…que no estaba siendo capaz de disfrutar del momento. Intentaba introducir la lengua en su boca y el roce con la suya me transmitía la sensación de una textura rugosa que no era la que yo  había idealizado que tuviese una lengua. La movía hacia los lados chocando  contra la suya  recordándome la lucha de dedos de un “Pulso chino”, dos zapatillas girando  en una lavadora. La tele no te prepara para estas sensaciones.

Tenía una mano en su cuello y la otra en la cintura, inmóviles ambas, intentando vencer la terrible voluntad de migrar hacia territorios más interesantes bajo el vestido blanco que llevaba esta noche. Pero como el caballero que entendía ser no me pareció procedente esa impertinencia con la doncella. Intentaba igualmente que no notase la terrible erección que todo esto me estaba provocando y me resultaba violento que se percatase.

Los cinco minutos que duró este “morreo” y con los había estado soñando los cinco últimos meses transcurrieron sin que pudiese dejar de pensar, sin entregarme al acto en sí y disfrutar del momento, pues no era capaz de abstraerme y seguía pensando y analizando la situación. Me mantuve con los ojos abiertos en todo momento y observando que ella sí los tenía cerrados. Si eran ciertos los tópicos que había escuchado, cuando alguien te besa con los ojos cerrados es porque está enamorado de ti. Ni se correspondía con lo que me acababa  de decir minutos antes, ni tampoco por mi parte con lo que yo creía sentir por ella.

Cuando por fin  separó  sus labios, abrió  los ojos clavando su mirada en los míos sin decir nada, solo respirando con un largo suspiro.

— ¡Gracias!

Fue la única palabra que se me ocurrió decir

— ¿Cómo que gracias? No se dice gracias, idiota.

— ¿Qué se dice entonces?

—Se dice “otra vez” —espetó agarrándome del cuello y besándome nuevamente. Esta vez por un periodo mucho más breve que finalizó separándose y dando tres o cuatro picos consecutivos, justo antes de levantarse y tras un suspiro  decir:

— ¡Venga, Volvamos para allá!

Se alzó cogiéndome de la mano para caminar en zigzag en la oscuridad entre los árboles del soto, sorteando  las ubicaciones de las otras parejas que allí quedaban.

Al acabar la zona de arbolado y llegar a la acera de la calle que conducía a  los bares soltó mi mano y me dijo:

—Ahora es mejor que vayamos por separado. Te parece bien, ¿no?

—Claro, claro. Yo tiro para arriba a ver si encuentro a estos.

—Nos vemos. Y ya hablaremos, ¿ok? —dijo después de exhalar  muy pausadamente mientras se dirigía calle abajo.

Con las manos en los bolsillos intenté colocar con disimulo el paquete que hacía pértiga lateralmente contra mi slip apretado mientras  veía como se alejaba y empecé a caminar en búsqueda de mis amigos.

Llevaba una sensación ambivalente. No sabía realmente cómo digerir lo que había pasado. Por un lado me decía que no quería empezar nada conmigo de una forma que parecía muy meditada, pero por otro lado me acabó besando de una manera que me hacía entender que le gusto de verdad. ¡Hay partido!  Tal vez no sea sencillo pero pese a ser una persona muy analítica y raramente optimista creía que tenía posibilidades reales con Irene.

La Manada estaba reunida, tal como esperaba, en el bar en el que solíamos  quedar al salir de los entrenamientos para tomar unas tapas. Charlaban alrededor de una botella de licor café, a la que me acerqué sin decir nada y, tras rellenar uno de los chupitos vacíos, lo bebí de un solo trago ante la mirada estupefacta de todos ellos.

— ¡El Loren  se nos  ha hecho un hombre! —gritó uno de ellos entre vítores y risas colectivas.

Aunque me preguntaron por lo que había pasado, al habernos visto salir juntos, lo negué diciendo que solo habíamos estado un rato charlando con la poca credibilidad  transmite  la comunicación no verbal de un tío con una sonrisa  de oreja a oreja  y el brillo en los ojos de un niño la mañana de Reyes.

Continuamos con las charlas y las risas hasta que cesó la música y empezaron a bajar  la persiana del bar. Pese a la confianza con el dueño del local debimos apurar la botella de licor café ante esa sutil invitación de los hosteleros a que abandones su garito. Eran más de  las dos de la mañana y con el horario de  cierre de los bares todo el mundo se dirigía hacia la zona vieja, a  la única discoteca del pueblo que abría hasta tarde para poder continuar la fiesta.

Mover a la Manada del bar a la discoteca consumió un tiempo considerable. Entre los que querían fumar al salir o entrar de los locales, liar porros o las clásicas paradas mingitorias por las esquinas de unos y otros llegamos a la discoteca cerca de las tres de la mañana.

Entramos al local en tropel, dirigiéndonos en grupo hacia la pista de baile, moviéndonos con apariencia de robots con dientes relucientes  gracias a las  luces estroboscópicas. Al detenernos en una esquina vi una pareja pegándose el lote de forma bastante enérgica. Algo llamativo en esa época en un pueblo pequeño donde esos asuntos eran habitualmente  carne de reservado. Ninguno de nosotros  pudimos evitar fijarnos en la escena y en sus protagonistas. No alcancé a identificarlos en una primera visual pero el silencio de mis compañeros y algunos de los codazos entre ellos me confirmaron que ese vestido fluorescente que llevaba la chica  no era solamente muy parecido al  blanco que llevaba Irene esa noche.

Se giraron hacia mí con rostro serio. Yo intentaba sonreír mientras decía:

—Ya os dije que solo habíamos ido a charlar y no me creíais.

Ni entonces ni ahora me creen, pero intenté mantener la compostura.

En un determinado momento Irene separó la cara de su  pareja y  levantó la vista pudo comprobar como  la observaba petrificado. Hizo un ademán con los hombros y ladeó la cabeza con un gesto de “Ya te lo decía yo“ mientras volvía a enfrascarse  en lo que estaba haciendo segundos antes .

— ¡Chavales, me voy para el catre! Ya son más de las 3  y en casa me matan si llego más tarde.

Los obligatorios  “Quédate un rato más, hombre”  ni siquiera intentaron ser muy convincentes y abandoné la discoteca  sin demasiada oposición y sin despedirme de una Patricia a la que hice como que no veía al pasar frente a ella en la puerta.

El camino  a casa era corto, no más de 10 minutos a pie, en los que el silencio de la noche hacía retumbar mis propios pasos en una cabeza embotada, aturdida, incrédula e incapaz de pensar en algo más que llegar a mi cama, donde poder ordenar  tantos sentimientos, donde intentar racionalizar algo que  parecía irracional.

Entré en casa  y sin encender las luces del pasillo saludé a mis padres con un susurro de “Ya estoy aquí” y me dirigí a mi habitación.

Cogí  una carpeta que tenía escondida entre los tomos de una vieja enciclopedia. En ella guardaba las poesías que había escrito a Irene. Las ojeé diagonalmente  recordándome a mí mismo que me las sabía de memoria  y que no sería capaz de recitarlas mentalmente. Las guardé nuevamente  en su carpeta y ésta en su escondite, y me enjugué  las lágrimas que milagrosamente había logrado contener hasta ese mismo instante.

Había que pasar página y hacer borrón y cuenta nueva, así que me desnudé para meterme en la cama y apagué la luz, decidiendo  tomarme  esto como el siguiente punto de inflexión para empezar mi nueva vida.

En ese momento  el dolor de corazón era  superior al testicular que le produce  el magreo inconsumado a un adolescente. Aun así decidí empezar esta nueva etapa con un “cinco contra uno”  dedicado a Sharon Stone, sex symbol de la época, y no a Irene o Patricia, mis amores platónicos del momento, como habitualmente  solía hacer.

La incapacidad para dormir tornó el intento onanista  en varios, para así bautizar el olvido definitivo de un fracaso anunciado y la firme convicción de  enterrar, junto a él  y para siempre, mi etapa como Pagafantas.

RENAULT SPORT – Capítulo II

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Los despertares son a veces la consumación de un fracaso.  En los sueños puedes mentirte, engañarte a ti mismo y distorsionar la realidad para que parezca otra cosa. Como en aquellos libros de “Elige tu propia aventura” el trance nos permite volver sobre nuestros pasos y cambiar los desenlaces indeseados de aquellas decisiones que nos habían parecido adecuadas… pero claramente no lo fueron.

Despertarme la mañana después de aquella cena de fin de curso  fue una de esas consumaciones.

Por mucho que hubiese decidido  marcar un punto de inflexión en mi vida, no es fácil levantarse de la cama como el jovial y enérgico  actor de un anuncio de cereales de desayuno. Ahora mismo pesaba el desánimo en mí, y  un pensamiento recurrente en Irene que debía alejar de mi cabeza. Más aun teniendo en cuenta que en una semana serían los exámenes de  selectividad y debería estar mínimamente concentrado en estudiar para prepararla, pues aparentemente también ahí me jugaba mi futuro.

Era ya tarde, pero pese a las nulas ganas de ello, tocaba salir de la cama. Desayunar a estas horas, con la comida casi llamando a la puerta, no era lo que más me apetecía  en ese momento, aunque  el vaso de Nesquick era bastante más digerible que el interrogatorio sobre la noche anterior al que con toda seguridad me iba a someter mi madre en la cocina mientras preparaba un  cocido (innegociable  en mi casa casi todos los domingos hasta bien entrados los calores de la  primavera).

Qué con quién había estado, qué si había bebido algo, qué cómo estaba la comida del mesón…

Eran preguntas sencillas, pero la intimidación de  una mujer blandiendo un cuchillo en cuanto descuartiza una ¨Cachucha¨ (cabeza) de cerdo,  haría dudar de su versión a cualquier preso de Guantánamo.

Hasta hace solamente unas horas  era un pagafantas y llevaba encima el lastre de años de evitar  mentir. Las medias verdades o la omisión consciente sobre  los asuntos  sobre los que no me habían preguntado encajaban  perfectamente con mi moral a ese  respecto, para poder salir airoso del interrogatorio sin tener que entrar en detalles sobre la que había sido hasta la fecha la peor noche de mi vida.

Me apenaba no poder sincerarme con mis padres en ciertos asuntos , no tener la suficiente confianza para poder contarles lo que fuese, abriéndome con ellos para obtener su consejo, aprobación o simplemente la escucha en silencio… esa potente  psicoterapia que supone el descargar una cascada de sentimientos desordenados o llorar en el hombro de alguien.

Supongo que este nivel de complicidad paterna es  complicado para cualquier adolescente, e incluso para la mayoría de los adultos, pero cierta información  (especialmente la vinculada con las emociones) nos avergüenza compartirla con los demás,  y paradójicamente en mayor medida con los que son más próximos a nosotros y sabemos que vamos a continuar viéndoles  (y tal vez avergonzándonos) durante años.

Tras el  interrogatorio llegó el  copioso cocido que,  pese a la desgana, me metí entre pecho y espalda sin rechistar. Creo que estos años de preparación gastronómica me entrenaron  para tener la capacidad en el futuro de comer lo que fuese pese a estar de resaca.

Al acabar la comida mis padres se dieron un codazo y se  miraron con  complicidad para inmediatamente sonreír.

Me di cuenta de la jugada y pregunté:

-¿Qué pasa?

-Lorenzo, Íbamos a espera a que acabases los exámenes pero tenemos una sorpresa para ti-  Dijo mi padre

-¿Una sorpresa?

Mi padre se levantó de la mesa y abrió un cajón del  típico mueble ochentero que gobernaba el salón de mi casa ,lacado en negro, con vitrinas de cristal y el televisor en el centro… una estética modernilla para la época pero que hoy  (donde todavía  sigue) solo despierta esa ternura de lo “kitsch” en combinación con los estampados de la cortina y el sofá.

Caminó hacía mí sonriendo, con algo agarrado en su puño cerrado que no alcanzaba a ver, cogió a mi madre por el hombro y dijo:

– ¡Anda… toma!

Me levente   sorprendido de la silla, y estiré la mano, a la que  mi padre aproximó la suya dejando caer lo que escondía en su puño.

Era un llavero, una chapa metálica dorada  con unas letras troqueladas que decía “Renault Sport”. Se veía algo antiguo (lo moderno en los 90 eran los materiales sintéticos) pero el peso del metal y  una estética que hoy llamaríamos “Vintage”  le conferían una sensación de calidad y un aspecto  bastante atractivo.

– ¿Y esto?- Pregunté

– ¿A ti que te parece?, ¿Una Game Boy ? , jajaja se río mi madre

– ¿Me habéis comprado un coche? , pregunté sorprendido

– ¡Comprar no, exactamente…pero sabemos que te has esforzado y ahora  solo te falta este pequeño arreón  para la selectividad y que cuando acabe  (si todo sale bien), como premio en verano te sacas el carnet y tenemos un coche para ti! – Dijo mi madre con unos gestos de  emoción que te obligan a intentar compensarlos con una manifestación parecida.

Aunque no soy muy expresivo con las muestras de afecto me abracé a ambos a la vez y les di un beso a cada uno

– ¿Pero qué….?

– ¡Tshhhh!  – Me interrumpió mi madre- Ya sabrás los detalles más adelante, ahora a hincar los codos… que esto tiene sus  condiciones…. Si todo sale Bien en la selectividad, ¡recuerda!

Me dirigí a mi habitación, pues  aunque me había dejado descolocado la sorpresa, y me había hecho olvidar por unos instantes lo de anoche, efectivamente tocaba ponerse a estudiar.

A inicios de los 90 la selectividad duraba tres días y se hacía (al menos en la mía)  en la capital de provincia, por eso, los de los pueblos alejados solíamos quedarnos en una pensión desde la noche antes de empezar los exámenes. Esa era la tarea del día siguiente, iríamos  casi todos los de mi instituto en autobús de línea a Lugo a reservar habitaciones a un Hostal  donde dormiríamos en grupo. Solo algunos afortunados a lo que sus padres traían y  llevaban diariamente en coche lo evitaban, aunque para mí la fortuna era tener una nueva oportunidad de dormir fuera de casa, algo muy excepcional en mi caso hasta la fecha.

Me senté al escritorio y saqué una carpeta con los resúmenes que había estado  haciendo durante el año de las 8 asignaturas  de las que debíamos  examinarnos, para esa maratoniana reválida  en la que te jugabas en unas pocas horas lo mismo que en los anteriores 4 años de estudio, con la presión adicional de creerte  además que lo  está en juego era, directamente, tu futuro.

Debía empezar por las comunes, a mí las de ciencias se me daban bastante bien y no eran tan dependientes de la necesidad de  estudio si  entendías los conceptos.

Las 3 lenguas y la  filosofía  no tanto, así que tocaba empezar por esta última. Mala idea pensar en filosofía en ese contexto , pues en relación a ella  a mi  lo único que me apetecía en este encierro era cagarme en el  Mito de la Caverna , la  (Auto)-Crítica de la razón pura , el sentirme nuevamente en el montón de los Descartes , pero muy ,muy , muy especialmente en el Puto  Amor Platónico.

Este era un tema sobre el que no se incidía en la filosofía de COU (entre otras cosas por ser un concepto impostado , debido a una interpretación más reciente), pero sobre el que habíamos debatido el año anterior en la misma asignatura. Me hizo llegar a la conclusión  (muy condicionada por mis sentimientos hacia Patricia) que el platónico era simultáneamente una tortura y la única forma real de amor que existe. Casi siempre tenemos la necesidad de adaptar o cambiar nuestra forma de ser para poder agradar o simplemente lograr una convivencia  tolerable, y aunque este cambio sea voluntario nos transforma en otra persona. Un amor entre personas diferentes de las que iniciaban la relación, otro amor, por tanto.

El simple hecho de verme haciendo este tipo de conjeturas filosóficas me molestaba. ¡Tenía 17 años, Joder! Debía pensar en la quinta  del Buitre, las Tetas de Sabrina o películas de Jean-Claude Van Damme en vez de comerme la cabeza con cuestiones sin respuesta, que te acaban metiendo en una espiral de introspección con la que es sencillo acabar deprimido.

No plantearte cosas, navegar en pensamientos de intrascendencia es probablemente el camino a la felicidad.

Ya se me había pasado el despiste que había generado lo del coche y volvía el pensamiento recurrente que hacía casi imposible el estudio.

Decidí por ello poner música  de fondo, pues habitualmente conseguía  anestesiar el que tuviese varios pensamientos en simultáneo y me permitía estudiar.  Por aquel entonces en mi casa solo había una de las populares “mini cadenas” con un plato gira-discos  que permanecía en mi habitación con todos sus vinilos tras la marcha de mi hermano mayor a la universidad.

El sonido rasgado de la aguja sobre el disco infundía  una  paz de la  que solo unos años después  renegaríamos a cambio  del sonido limpio de los CD,   de los que adicionalmente nos prometieron que “Nunca se rayan” y asumimos casi sin rechistar un incremento de precio que entendíamos  justificado por el falso encarecimiento de una más moderna tecnología. Fuimos cómplices y partícipes de la primera de las muchas estafas tecnológicas que hemos seguido perpetuando hasta nuestros días , con una imprescindible dosis de autoengaño.

Puse el Purple Rain (del artista en ese momento en concreto  conocido  Prince) porque  era el tipo de música que me permitía estudiar, y porque ser un Pagafantas  no está reñido con el masoquismo sentimental.

Abrí la carpeta con los resúmenes que había estado elaborando durante el año y me puse a repasarlos mientras sonaba el primer tema del disco, un Let´s go Crazy con una voz por momentos femenina mezclada  con filtros de “Robot”  muy recurrentes en los 80 (desde el “Bravo por la música” de Juan Pardo, hasta alguna de  Pink Floyd) que me  invitaba a meterme en faena.

Ni media hora de estudio había pasado cuando me levanté a dar la vuelta al disco que ya había acabado por su cara A cuando sonó el teléfono en mi casa.

No esperaba ninguna llamada, de hecho casi nunca hablaba  con nadie, ya que solo tenía el número de un par de amigos y ninguno éramos muy dados a este tipo de conversaciones que excediesen las dudas con los deberes de clase o quedar para ir a algún partido de balonmano.

Hoy me cuesta entender como conseguíamos quedar por aquel entonces , sin ninguna aplicación de mensajería, o unos móviles que  en esa época solo poseían  cuatro “ Yuppies”, a los  que además la mayoría juzgábamos con  desprecio por la utilización de un aparato que  considerábamos simplemente pretencioso, pues su uso a nuestros ojos  era tan  fútil como innecesario. Nosotros simplemente aparecíamos en los puntos habituales de reunión, a las horas habituales de reunión y como mucho tocabas al timbre del portal de alguno de los interesados de camino  a esas concentraciones sin una  convocatoria previa .

Para mi sorpresa mi madre grito desde el pasillo:

¡Lorenzo, al teléfono , es para ti !

 -¡Mierda!– Pensé

¿Quién sería?  Excepto los compañeros que habían suspendido y no tenían que ir a selectividad los demás  andábamos todos a lo mismo, era extraño que alguno de estos quisiese algo más que unos apuntes.

Abrí la puerta y recorrí el pasillo  que conducía hasta la entrada, donde mi madre sostenía  tapando con una mano el  micrófono de aquel teléfono  tipo góndola color crema que gobernó durante décadas  el aparador de entrada  de mi casa.

 – Es una chica…- Me dijo entre susurros  pasándome el teléfono.

Lo cogí  mientras  súbitamente una gota enorme de sudor  surcó mis axilas y descubrí por primera vez cual era  la sensación de galope  que da en el pecho una palpitación. Me lo llevé al oído mientras observaba como mi madre permanecía impertérrita frente a mí,  sin el más mínimo ademán  de dejarme una cierta intimidad para iniciar la conversación

– ¡MAMAAAÁ! Exclamé  con una mirada reprobación que hizo a mi madre abandonar contrariada la escena a una cocina situada a escasos  2 metros y que no le impedía continuar interesándose por lo que allí se dijese.

 

-¡Diga!

-¡Ah, hola ! ¡Que sorpresa!

– Si, yo aquí estudiando, ¿tú también no?

– Bueno, más o menos , sobrellevándolo …

-No ahora no puedo…

-Ajaaá !

-Mañana vas a Lugo también, no?

-Si, nos vemos mañana, hablamos en el autobús si quieres.

-Chao

 

Colgué el teléfono  y me dirigía a mi habitación cuando mi madre asomó la cabeza por la puerta de la cocina

-¿Quién era, Lorenzo ?

-Nadie mamá … Una compañera de clase preguntando como hacíamos mañana para ir a Lugo- Dije sin detenerme ,para no dar más explicaciones mientras continuaba el camino hacia mi habitación , donde entré cerrando rápidamente la puerta  para lanzarme literalmente   de bruces sobre la  cama , mirando al techo, en cuanto  sonaba la voz de Prince  diciendo algo que yo entendía como :

Es momento de que todos busquemos algo nuevo y eso te incluye a ti

Tú dices que quieres un líder, pero no parece que te puedas decidir

Es mejor que te acerques, y me dejes guiarte a la  “Pu…

-..uta vida ; Me cago en mi puta vida!